ARTÍCULO. CULTURA Y ESPACIO URBANO

La ciudad moderna, literalmente hablando: O cómo leer lo que dicen los escritores de ficción sobre los asentamientos

The modern city, literally speaking Or how to read what fiction writers say about urban settlements

Mauricio Muñoz*

Universidad Antonio Nariño, Bogotá - Colombia Grupo de investigación Ciudad, Medioambiente y Hábitat Popular

* Arquitecto, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Magíster en Arquitectura, Pratt Institute, Nueva York. Docente e investigador, Universidad Antonio Nariño. Publicaciones recientes: Ellos acusan: crítica arquitectónica y urbana… hecha por novelistas. Nodo 6 (12), 45-54 (2012). Las ciudades invivibles: una visión novelada de la experiencia urbana moderna. Nodo 5 (10), 59-72 (2010).munoz.mauricio@gmail.com

Referencia: Muñoz, M, (2012). La ciudad moderna, literalmente hablando. O cómo leer lo que dicen los escritores de ficción sobre los asentamientos. Revista de Arquitectura, 14, 12-19.

Recibido: julio 30/2012 Evaluado: septiembre 25/2012 Aceptado: octubre 29/2012


RESUMEN

Se presenta un análisis acerca del papel que juega la metáfora en la relación entre ciudad y literatura, primero como la especulación literaria característica de los teóricos del posmodernismo que, ayudados de sofisticadas comparaciones con distintos cuerpos de conocimiento, escrutan las obras paradigmáticas de la narrativa mundial en busca de claves y pistas implícitas para descifrar el fenómeno urbano, y segundo como la interpretación literal propia de las nuevas aproximaciones en la cual se lee la ciudad con base en las descripciones explícitas que hacen los escritores en sus novelas. Finalmente se concluye que, si bien la visión literaria no es tenida en cuenta por parte de los arquitectos debido a esa carga metafórica, es evidente que la novela en particular ofrece una manera directa para conocer la experiencia que tienen los pobladores del espacio físico de las ciudades, razón más que obvia para ser considerada con más ponderación.

Palabras clave: fundamentos de arquitectura y urbanismo, imaginarios urbanos, teoría y crítica, vida urbana, representaciones sociales.


ABSTRACT

The article presents an analysis on the role that metaphors play in the relation between literature and the city, firstly, as the characteristic literary speculation of postmodern theorists that look into those paradigmatic books of world literature in search of implicit keys and clues to decipher the urban phenomena by means of sophisticated comparisons with several bodies of knowledge, and secondly, as the more literal interpretations of late outlooks in which the city is read based on the explicit descriptions given by writers on their novels. Finally, the article concludes that, despite the fact that architects do not take into account the point of view of literature precisely because its metaphoric content, it is quite evident that the novel above all offers an unswerving way to be acquainted with what city inhabitants have to say about the experience of the physical space of the city, a more than clear motivation to consider it more seriously.

Key words: Architecture foundations and urbanism, imaginary urban, theory and critic, urban life, social representations.


INTRODUCCIÓN

El presente artículo hace parte de la investigación "Lugares comunes: urbanismo y novela en la construcción de la imagen de la ciudad moderna", financiada por la Universidad Antonio Nariño de Bogotá y enmarcada dentro de los trabajos que adelanta el grupo "Ciudad, Medioambiente y Hábitat Popular" en torno al estudio de la urbanización como simbiosis entre lo cultural, lo natural y lo social. En ese sentido, la investigación parte de la premisa de que la literatura —como manifestación humana y documento de memoria escrita— es una herramienta útil para entender la percepción que tienen los habitantes de las urbes, pero se convierte en un referente problemático cuando la imagen que provee sobre la ciudad es poco complaciente. El propósito principal de la investigación, por tanto, es determinar las causas de dicha dicotomía y, para efectos de este escrito específicamente, demostrar que la visión negativa que dan los escritores de ficción de la experiencia urbana solo ahora es motivo de reflexión por cuenta del alejamiento de la teoría arquitectónica de lo lingüístico hacia lo pictórico.

Los expertos opinan que el espacio físico de la ciudad, y lo que leemos en la literatura sobre este, son dos realidades diferentes; no dos realidades contradictorias, sino dos realidades que se complementan (Larsen, 2004; Wernher, 2002; Alter, 2005; entre otros).

Este es un planteamiento claro… Y lógico. Pero la confusión se da, fundamentalmente, porque la imagen de la ciudad que presenta la literatura es negativa la mayoría de las veces. Tanto, que los mismos editores se apresuran a explicarlo: John Stevens (1975, p. 2), por ejemplo, avisa que los textos reunidos en su libro The urban experience evidencian "lo diferente que es la ciudad [canadiense] real en comparación con las esperanzas de los primeros colonizadores"; Elaine Blair (2006, p. 7), en Literary St. Petersburg, advierte que "la literatura rusa […] no siempre ha mostrado gratitud con la ciudad […] Cualquiera que ha leído Crimen y Castigo o La Guerra y la Paz sabe que Dostoievski y Tolstoi no tienen muchas cosas buenas que decir sobre [esta]"; y Patricia Schultz, en el popular libro 1000 sitios que ver antes de morir, se asegura de hacer la diferencia entre lo que es la ciudad "real" y lo que se conjetura sobre ella a partir de sus famosos literatos:

La gloriosa confusión arquitectónica de la parte más antigua de Praga se encuentra a la orilla este del sinuoso río Vltava, justo donde termina el puente de Carlos […] Este fue el fantasmagórico barrio de Franz Kafka, pero no espere una atmósfera de melancolía y paranoia. Hoy, la plaza es un auténtico escenario con cafés de terrazas brillantes de sombrillas, escaparates de tiendas que son un himno al kapitalismus, jóvenes emprendedores pegados a sus teléfonos móviles, mimos, gente que lee el tarot y una variopinta multitud de turistas que vienen a dar fe de la procesión de apóstoles y figuras alegóricas que cada hora tiene lugar en el gigantesco reloj de 600 años, el Staromestskáradnice (Schultz, 2010, p. 289).

Por eso tal vez los responsables de la ciudad construida (arquitectos, urbanistas, planificadores, promotores, inversionistas) usualmente no consideran que los análisis literarios tengan alguna utilidad para la disciplina —se trata de la visión de un habitante; injusto sería juzgar toda una urbe por algo tan subjetivo—, pero en virtud de esa comunión que mencionamos anteriormente, como se trata de dos realidades que "sumadas forman una entidad ‘más real’ que la de cada una de ellas por separado", como dice Silvia Arango (1995, p. 9) en el prólogo del libro Las otras ciudades de Juan Carlos Pérgolis, seguiremos entonces una ruta intermedia, intentaremos un análisis según lo que David Weimer acuñó en su momento: que "las ciudades en las novelas derivan su significado sobre todo del interior de cada una de las obras por sí mismas […] y las categorías por examinar en estas ciudades no son, por ello, históricas, sociológicas o epistemológicas, sino metafóricas" (1966, pp. 3, 6). El asunto ahora es saber qué tipo de metáfora.

METODOLOGÍA

A partir de la diferenciación que hacen los teóricos latinoamericanos sobre lo que significa "la crisis de la modernidad" dependiendo del contexto desde donde se analice (Fernández-Cox et al., 1991), se comparan dos formas de hacer teoría arquitectónica que usan la literatura como referente —la visión original que proponen los llamados "países centrales", y la reacción posterior de "la periferia"— con base en los siguientes cinco supuestos:

1. El primer enfoque —el que produjo gran parte de la teoría posmoderna y al que debemos la copiosa retroalimentación transdisciplinar, especialmente con la filosofía, que primó en las escuelas de arquitectura y urbanismo durante la segunda mitad del siglo xx— acude a los escritos de ficción desde el análisis literario, valga decir, entendiendo la capacidad de comunicación del objeto como discurso, como acto potencial (Eisenman, 1984; Gandelsonas, 1973; Scott, 2003).

2. La segunda perspectiva —la que surge prácticamente como contestación a la primera, casi como fundamentación de una resistencia frente a los modelos predominantes en defensa de la arquitectura del lugar y de lo que luego se llamaría el regionalismo crítico— mira la ciudad de la ficción desde la materialidad de los edificios, específicamente, como puesta en escena, como experiencia sensible (Frampton, 1987; Niño, 2006; Saldarriaga, 1981, 2002; Salmona, 1996; Silva, 2003).

3. El interés de ambas posiciones es justificar/ entender su producción arquitectónica y urbanística. En ese sentido, las fuentes literarias para un estudio de la estructura del texto deben ser los escritores más complejos de la tradición occidental (Shakespeare, Joyce, Kafka, Musil, Biely, Döblin, etc.), mientras que si el propósito recae en el espacio, los referentes que mejor se ajustan son aquellos capaces de transmitir el colorido local (Bolaño, Onetti, Rulfo, García-Márquez, etc.).

4. No hay ciudades mejores ni peores. La urbanización planetaria es un fenómeno que no distingue entre países ricos y pobres, entre economías adelantadas y en desarrollo, entre primer y tercer mundo. De hecho, como muestran las estadísticas (UN, 2012), es tan urbanizado Japón como las Islas Marianas, Dinamarca como Gabón, Corea como Jordania, o Noruega como México. La diferencia radica en que unos son más organizados que otros pero, como demostró Rem Koolhaas (2001, p. 652), la ciudad como tipología es una condición global: sea Tokio o Saipán, Copenhague o Libreville, Seúl o Amman, Oslo o el Distrito Federal, son más las similitudes que las diferencias entre ellas. El solo hecho de ser ciudades así lo obliga. Todas funcionan. Así las no-tan-organizadas no correspondan a los dogmas y patrones del urbanismo tradicional occidental, esas también deben funcionar porque de otra manera no existirían.

5. Si reconocemos que la experiencia de la ciudad es "genérica" —para acuñar otro célebre término de Rem Koolhaas (1995)— y asumimos que la novela es un género típicamente urbano, tenemos que conceder que las descripciones que se hagan de la urbe en las ficciones serán igualmente parecidas. Independientemente del tiempo, de cuándo un pueblo se convierte en ciudad o cuánto tarda en hacerlo, las dinámicas son afines.

RESULTADOS

Discursos de discursos

La primera acepción de metáfora en el Diccionario de la Lengua Española (DRAE, 2012) habla de una figura retórica que consiste en "trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado en virtud de una comparación tácita", lo que aplicado al problema de la ciudad y la literatura que nos concierne en este caso podemos ilustrar de la siguiente manera:

Tomemos El Rey Lear de William Shakespeare. Podríamos decir que el drama consiste en las desavenencias que genera el paso de propiedades entre generaciones, específicamente, entre un rey y sus tres hijas. Ese, aunque excesivamente simple, sería "el sentido recto de las voces" de la definición, de lo que trata explícitamente la obra. Ahora, cuando Catherine Ingraham (1998, pp. 5-8, 20-29), por ejemplo, interpreta dichas desavenencias como la ruptura de la propiedad física (la tierra), la fractura de la propiedad del padre (la autoridad) y la interrupción de la propiedad en nombre (el derecho a la herencia y al apellido), todo entendido como una crisis cartesiana que vaticina el advenimiento de una nueva geografía (la pérdida de Lear en sus propios dominios) y de una arquitectura inestable (el mapa como mecanismo de negociación con el espacio), la autora está "trasladando el sentido recto de las voces a uno figurado", como advierte el DRAE; está convirtiendo la literatura en una metáfora de la arquitectura y de la ciudad.

Aunque no es una lectura elemental, es un recurso bastante recurrente: lo hace Sanford Kwinter (2002, pp. 102-140), con Franz Kafka por ejemplo, y también Denis Hollier (1989, pp. xv-xxiii) con Émile Zola, por solo citar algunos famosos. Pero son teorizaciones complicadas, pues interpretan la obra literaria sin que esta haga referencia explícita a la ciudad o a la arquitectura, en concordancia quizás con lo que el DRAE llama "una comparación tácita", y además acuden a otras ciencias como la filosofía, la física o el psicoanálisis para redondear sus argumentos1: Ingraham cita a Shakespeare y lo explica con Derrida, Kwinter cita a Kafka y lo dilucida con Bergson, y Hollier cita a Zola y lo aclara con Lacan, sin que Shakespeare o Derrida o Kafka o Bergson o Zola o Lacan estén hablando de arquitectura o de ciudad…

El resultado es teoría pura, teoría arquitectónica pura… ¿O es crítica literaria? Tal vez sea la ambigüedad de dichos discursos la razón por la que no se termina de reconocer su carácter arquitectónico. Arata Isosaki (2001, pp. vii-viii), por ejemplo, tratando de enmarcar los planteamientos de Kojin Karatani en su libro La arquitectura como metáfora, primero lo alaba por la profundidad del análisis: "Aunque su estatus oficial es ‘crítico literario’, [Karatani] aborda temas de un vasto espectro incluyendo filosofía, lógica, economía política, antropología cultural, sociología y estudios urbanos […] atravesando sus fronteras como si no existieran", pero después admite la dificultad del argumento en los círculos no teóricos: "Esta ‘arquitectura’ de Karatani es irrelevante para los arquitectos a quienes les interesan los edificios hechos de concreto". No puede ser de otra manera. La vieja polaridad entre críticos y arquitectos, nacida de la necesidad de la teoría de instituirse como disciplina aparte de la práctica y, de tal modo, de la elaboración de una epistemología tan sofisticada como lo es la construcción de objetos arquitectónicos en la vida real, empieza a encontrar sus conciliadores. Baste recordar las palabras de Anthony Vidler al inicio de uno de sus libros: "Agradezco a esos artistas y arquitectos cuyo trabajo me proporciona la principal motivación para escribir: Wolf Prix del Coop Himmelblau, Daniel Libeskind, Eric Owen Moss, Thom Mayne, Mike Kelley, Toba Khedoori, Martha Rosler y Greg Lynn siempre estuvieron listos a compartir ideas y explicar sus proyectos" (2001, p. xi).

No se puede hacer teoría sin la práctica. Pensar que la arquitectura (el discurso arquitectónico) es más que la simple arquitectura (los edificios construidos) es, como bien dice el Instituto Real de Arquitectos Británicos (RIBA), un mito que debemos superar pues "cuando acudimos a otros paradigmas intelectuales, la particularidad de la arquitectura queda amarrada por una camisa de fuerza metodológica. Al buscarse en los otros, la arquitectura se olvida de lo que eventualmente es" (2004, p. 2).

Pero eso no evita que se siga escudriñando la literatura en busca de la imagen de la ciudad pues, como sugerimos arriba, esta última es una construcción simbólica al mismo tiempo que es una construcción física y, necesariamente, ninguna de las dos, ni la literatura ni la arquitectura, puede hacerse cargo de ambas. La arquitectura seguirá haciendo físicamente a la ciudad, de eso no hay duda. Y la literatura seguirá siendo una manifestación cultural de la gente, que es la que le provee el significado a esas edificaciones. Lo que ocurre es que la ciudad cambió… Y la literatura también.

Así como la Londres, la Praga y la París de Shakespeare, Kafka y Zola que recién mencionamos ahora son otras ciudades, las obras de Joyce, Biely, Döblin y otros preferidos por los teóricos a la hora de tejer elucubraciones intrincadas ya tampoco son las llamadas al banquillo2 pues, aunque permiten múltiples lecturas, están llenas de significados ocultos y maneras de interpretarlas, son novelas escritas en un lenguaje demasiado literario, si se puede decir, y la novela de hoy, como anota Fernando Vallejo, se aleja cada día más de las formas retóricas del lenguaje para ser más fiel a la realidad que intenta representar: "el lenguaje coloquial con su desorden y su encadenamiento fortuito de ideas pasa de los diálogos al relato y se apodera de la novela entera" (1997, p. 536). La popularidad de la novela, el hecho de que hoy por hoy se haya impuesto por sobre todos los géneros, como dice Marthe Roberts (1972, pp. 13-35), acaso se deba a que su interpretación sea cada vez más literal.

La ciudad, entonces, ya no se busca en las elaboradas maquinaciones de Ulises de James Joyce, San Petersburgo de Andrey Biely o Alexanderplatz- Berlín de Alfred Döblin, sino en obras locales como Érase una vez el amor pero tuve que matarlo de Efraím Medina, uno de los invitados al III Encuentro de Nuevos Narradores de América Latina y España cuya temática fue precisamente "Ciudad y Literatura":

A mí no me jode el frío, no me jode la lluvia, no me jode el cielo gris. Estoy hecho de una extraña madera. El calor tampoco me jode pero me resulta miserable. El calor es bueno cuando tienes yate y un hotel cinco estrellas. Si tienes que dar clases en un colegio de las afueras y cruzar la ciudad al mediodía en un autobús repleto, no va a gustarte el calor. Cuando solo tenía a Ciudad Inmóvil, me acosaba el ansia y llegué a odiar mucho sus hediondas murallas y sus rancios balcones (Medina, 2003, p. 157).

O en Tres ataúdes blancos de Antonio Ungar, Premio Herralde de Novela 2010:

Son impresionantes las casas de los nuevos ricos en la Ciudad Amurallada. La pujanza, la disciplina y el empeño que han puesto en timar, acumular y masacrar a lo largo y ancho de Miranda se ven expresados en suntuosos artesonados de yeso, preciosa filigrana de hierro y una carpintería de roble digna de Las mil y una noches. Es de la guía turística, no mía, la comparación con ese libro. Mientras nos deleitamos con las fachadas, los porrones, los aleros, los balcones (y mírenme esas gárgolas, por Dios, la frase se pronuncia sola en mi páncreas) pasa por la calle un grupo de ciudadanos muy ricos. Todos van con camisas blancas bordadas, pantalones caquis y sombreritos de paja: como disfrazados para una película gringa sobre Latinoamérica. Alrededor de ellos, zumbando como avispas, van cientos de niños pobres. Cientos que tal vez son miles o cientos de cientos de miles, allá en la colmena de donde provienen (en el avispero).

Lucen todos el sobrio y minimalista conjunto de la colección pobreza verano-verano. Se ven flaquísimos, barrigones, oscuros, desarrapados, sucios. Dignos representantes de su gremio. Zumbando por una moneda. Venidos de los miles de tugurios que como consecuencia de la guerra aparecieron en los últimos veinte años rodeando la Ciudad Amurallada, habitados por gentes expulsadas de sus fincas mediante (a) masacre, (b) hambre, (c) robo de finca, (d) arribo de empresa transnacional, (e) todas las anteriores, (f) la promesa de vivir en un paraíso tropical a solo diez minutos de una de las más hermosas perlas del Caribe colonial: tugurios habitados por todos aquellos que no leen, que no votan, que no tienen ni idea quién es Tomás del Pito (por todos aquellos a los que les importa un pito) (Ungar, 2010, pp. 151-153).

Evidentemente la literatura sigue sirviendo como metáfora de la ciudad, pero quizás ahora sea otro el significado.

Ciudades que son cualquier ciudad

La segunda acepción de metáfora en el Diccionario de la Lengua Española habla de la "aplicación de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación (con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión".

Consideremos los fragmentos anteriores. La "Ciudad Inmóvil" y la "Ciudad Amurallada" pueden ser la misma, en realidad. Seguramente se trata de Cartagena de Indias, pero se supone que no lo es. Si lo fuera, los mismos novelistas lo escribirían. Dirían "Cuando solo tenía a Cartagena, me acosaba el ansia y llegué a odiar mucho sus hediondas murallas y sus rancios balcones", o "Son impresionantes las casas de los nuevos ricos en Cartagena", pero no lo hacen. Lo más probable, entonces, es que deseen mantenerla en secreto. Así parezca demasiado obvia la referencia, tal vez quieren crear la metáfora de una ciudad costera, en un país del llamado tercer mundo, que muestre con impudicia los contrastes económicos entre sus pobladores, y que tenga murallas y balcones, pero que no sea Cartagena de Indias.

Se trata de una metáfora más sencilla, necesariamente, una que no hay que dilucidar con pericia de arquitecto ni de crítico literario… Sigamos metódicamente la definición del DRAE: la "palabra o expresión que se aplica" es Ciudad Inmóvil y Ciudad Amurallada, respectivamente; el "objeto o concepto, al cual no denota literalmente" es, como ya indicamos, Cartagena de Indias; y lo de "sugerir una comparación (con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión" se evidencia en la caracterización que hace cada escritor del personaje central de su obra: el protagonista de Efraím Medina, por un lado, "pasa sus días entre Cartagena y Bogotá […] vive metido en rumbitas bohemias en el centro de Bogotá [y] se define como un cosmopolita, un neoyorkino nacido en Cartagena" (García de la Torre, 2004, pp. 267-268). Se trata de un hombre desesperado, que necesita escapar, que busca una excusa para huir de la ciudad que lo tiene preso, una ciudad quieta, como inanimada, que no se mueve a la velocidad que él desea ni va para donde él quiere: una "Ciudad Inmóvil". Por otro lado, quien habla en la novela de Antonio Ungar es "un tipo solitario y antisocial […] perseguido sin descanso por el régimen del terror que todo lo controla y por los abyectos políticos de su propio bando, solo contra el mundo" (Anagrama, 2012, p. 1). Es un hombre que se ve obligado a observar la realidad desde una perspectiva desconocida, la del dirigente poderoso que ve la miseria, percibe las injusticias, pero no hace nada. Y él tampoco puede hacer nada. La ciudad objeto de sus observaciones es inalcanzable, cerrada sobre sí misma, interesada solo en cuidar los intereses de los que ostentan el dinero, aislada de los menesterosos, separada por una pared de los más humildes: es una "ciudad amurallada".

Aunque es una lectura simple, también es un recurso bastante popular. Eso de querer ver la realidad en la ficción, por muy estrambótica que parezca, es una constante de la novela más reciente. De forma específica, cuando se dice que Santa Teresa, la ciudad de la novela 2666 de Roberto Bolaño, es Ciudad Juárez: "un agujero negro en el que todas las historias y personajes se van precipitando hasta llegar al vacío, [un] agujero negro que tiene un referente directo en la historia mexicana, en la historia de Ciudad Juárez, para ser más precisos" (Donoso, 2005, p. 3). De un modo más general, cuando se señala que Santa María, la ciudad ignominiosa de las novelas de Juan Carlos Onetti, "posee pinceladas de Buenos Aires, de Montevideo, de Colonia y de otras ciudades del Río de La Plata […] lugares sin nombre con los que nos toparemos más de una vez recorriendo las diversas geografías interiores de los países latinoamericanos […] esbozos de ciudades que se aletargan con el tiempo, pueblos con pretensiones de urbes, espacios que se mecen entre una realidad y una aspiración" (Gutiérrez, 2012, pp. 1, 11); o como cuando se anota que Luvina, la triste ciudad de El llano en llamas de Juan Rulfo, es "una ficción literaria pero muy real, un pueblo del México más profundo y pobre, con sus gentes abandonadas, fatalistas, sin ninguna ilusión y sin ninguna esperanza" (Díez, 2008, p. 61). Y de una manera universal, cuando se cita al Macondo de Gabriel García Márquez, que ya no es una ciudad sino un mundo que nos remonta al origen mítico del hombre como especie netamente urbana (Avendaño, 2001, pp. 115-135).

En todos los casos, la ciudad se oculta ligeramente detrás de un nombre, pero no está escrita en clave. Sus calles, sus casas y su gente están ahí, casi palpables. Son metáforas de la ciudad porque son posiblemente cualquier ciudad:

Santa Teresa:

Hacia el oeste la ciudad era muy pobre, con la mayoría de calles sin asfaltar y un mar de casas construidas con rapidez y materiales de desecho. En el centro la ciudad era antigua, con viejos edificios de tres o cuatro plantas y plazas porticadas que se hundían en el abandono y calles empedradas que recorrían a toda prisa jóvenes oficinistas en mangas de camisa e indias con bultos a la espalda, y vieron putas y jóvenes macarras holgazaneando en las esquinas, estampas mexicanas extraídas de una película en blanco y negro. Hacia el este estaban los barrios de clase media y clase alta. Allí vieron avenidas con árboles cuidados y parques infantiles públicos y centros comerciales. Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras (Bolaño, 2009, pp. 170-171).

Santa María:

El olfato y la intuición de Larsen, puestos al servicio de su destino, lo trajeron de vuelta a Santa María para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia a las calles y a las salas de los negocios públicos de la ciudad odiada […] Dos días después de su regreso, según se supo, Larsen salió temprano de la pensión y fue caminando lentamente […] por la rambla desierta, hasta el muelle de pescadores. Desdobló el diario para sentarse encima, estuvo mirando la forma nublada de la costa de enfrente, el trajinar de camiones en la explanada de la fábrica de conservas de Enduro, los botes de trabajo y los que se apartaban, largos, livianos, incomprensiblemente urgidos, del Club de Remo. Sin abandonar la piedra húmeda del muelle, almorzó pescado frito, pan y vino, que le vendieron muchachitos descalzos, insistentes, vestidos aún con sus harapos de verano […] Viajó leyendo en el diario lo que había leído de mañana en la cama de la pensión [y se] bajó en el muelle que llamaban Puerto Astillero, detrás de una mujer gorda y vieja, de una canasta y una niña dormida, como podría, tal vez, haber bajado en cualquier parte.

Fue trepando, sin aprensiones, la tierra húmeda paralela a los anchos tablones grises y verdosos, unidos por yuyos; miró el par de grúas herrumbradas, el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, [las] calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flamantes columnas del alumbrado; y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento. El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural.

—Poblacho verdaderamente inmundo —escupió Larsen; después se rio una vez, solitario entre las cuatro leguas de tierra que hacían una esquina, gordo, pequeño y sin rumbo, encorvado contra los años que había vivido en Santa María (Onetti, 2003, pp. 19-21).

Luvina:

Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón (Rulfo, 1978, p. 95).

Macondo:

José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea.

José Arcadio Buendía no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo a gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convertirse en una ciudad invernal (García Márquez, 2007, pp. 34-35).

CONCLUSIONES

La mayoría de las veces la relación ciudad/literatura no es la más satisfactoria. La razón es que por tratarse de una ficción no se considera que lleve consigo algo de verdad. Otro Premio Nobel, Kenzaburo Oé, lo dice mejor:

… lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene presente que en la ficción puede decir lo que quiera […] y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma (2004, pp. 201-202).

Eso es lo que piensan los arquitectos que solo se interesan por los edificios de concreto, como dijimos atrás. Ninguno aceptará que una descripción negativa de la ciudad que él o ella ha ayudado a construir se deba a su intervención, que sea su culpa. Lo más probable es que diga que el escritor no es quien para cuestionar la ciudad, que su posición es personal, que es fantasía, que es una metáfora.

Pero que la literatura sea una metáfora de la ciudad o de la arquitectura es un asunto manido, un lugar común. Ya Jorge Luis Borges lo escribió alguna vez con acierto: "Quizás la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas" (2008, pp. II, 19). Lo que debemos preguntarnos es si su carácter metafórico es razón para no considerarla. ¿Cómo leer entonces lo que dicen los escritores de ficción sobre los asentamientos urbanos?

Tenemos dos opciones: podemos hacer una lectura literaria de la obra, considerarla en su contexto más general a la luz de la filosofía y muchos otros cuerpos de conocimiento, y asumir que la ciudad en el texto no existe como evidencia sino entre líneas, a riesgo de abstraernos tanto que pensemos que "hasta Robinson Crusoe, leído en cierta clave, es un libro sobre la ciudad y no sobre una isla" (Sica, 1977, p. 186)… O podemos tomar literalmente la literatura, valga la paradoja: obligarnos a darnos cuenta de lo obvio, pensar que no existen mensaje cifrados, ver la ciudad como escenario de la trama del libro, entenderla como una proyección de lo que el escritor vive y experimenta día a día.

La decisión no es pecata minuta: dice Richard Rorty (1979, p. 273) que a la filosofía antigua y medieval le preocupaban las cosas, a la filosofía desde el siglo xvii hasta el siglo xix le preocupaban las ideas, y a la escena filosófica ilustrada contemporánea —donde se gesta la teoría posmoderna que mencionamos aquí ligeramente— le preocupaban las palabras. Dice que son "giros" en los que un nuevo conjunto de valores aparece y los antiguos comienzan a desaparecer. Por eso al último giro, al de las palabras, lo llama Rorty "el giro lingüístico", pues las reflexiones críticas sobre el arte, los medios y demás formas culturales se hacen desde la semiótica y la retórica; la sociedad es un texto; la naturaleza y sus representaciones científicas son discursos; la arquitectura está estructurada como lenguaje, etc.… Y siguiendo con el argumento, W. J. T. Mitchell (2009, pp. 19-21; 103 y ss.) sugiere que tal vez estemos experimentando otro cambio, "el giro pictorial": el paso a una cultura basada en imágenes que aparecen como "modelos o figuras de otras cosas […] y como un problema por resolver, quizás incluso como el objeto de su propia ciencia".

Eso explicaría por qué, en tiempos del "giro lingüístico", la literatura se entendió como estructura, como una serie de signos y símbolos que debían descifrarse para entender la ciudad, y que ahora, durante el "giro pictorial", el texto promueva la representación y generación de imágenes en el lector. Solo así podríamos hablar de que el escritor pinta la realidad, que la ciudad existe entre lo que se ve y lo que se dice, que se vuelva "lenguaje visible".


NOTAS

1Ignasi de Solá-Morales (1997, p. 11) dice sobre Gilles Deleuze —una de las referencias más comunes en las últimas décadas y a quien él también acude sistemáticamente en sus escritos— que "la arquitectura es un arte al que casi nunca él [Deleuze] hizo referencia explícita".

2Un caso excepcional es Thomas Pynchon, cuyas complejas novelas, en especial Gravity’s rainbow, han sido analizadas bajo esa luz de la relación ciudad/literatura en múltiples oportunidades, principalmente en el marco de estudios posmodernos (Lehan, 1998).


REFERENCIAS

Alter, R. (2005). Imagined cities: urban experience and the language of the novel. New Haven: Yale University Press.

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